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Globalización y cultura, una historia de amor y odio

 

Globalización

Sabemos que vivimos en un mundo globalizado. Cuando hablamos de globalización, nos referimos a los procesos que promueven el cambio en un mundo donde las personas y las sociedades se encuentran cada vez más vinculadas e interdependientes. Estas fuerzas globalizadoras tienen múltiples orígenes y explicaciones: la comunicación a larga distancia es más rápida y barata que nunca, los medios de transporte han acortado las distancias entre países, la intensificación de los flujos comerciales internacionales ha creado una cultura de consumo mundial, los poderes políticos se intersectan, los organismos transnacionales han ganado relevancia, los procesos de toma de decisiones se han deslocalizado…

Estamos ante un panorama que nos obliga a pensar cada vez a mayor escala; pasamos de lo local a la región, de la región a la nación, y, por último, de la región al mundo entero. Esto provoca el surgimiento de una cultura global que crea patrones de consumo, relaciones, creencias, costumbres y hábitos compartidos por personas de todo el globo. Esta cultura es móvil y está desterritorializada; viaja por la televisión, las redes sociales, es transportada por los turistas y los migrantes, está libre de ataduras espaciales.

Esta situación, que ofrece grandes ventajas y beneficios que podemos disfrutar, también entraña ciertos riesgos. Y es que la globalización, cuando se vuelve hegemónica, puede causar estragos. La pérdida de la diversidad cultural es uno de los grandes retos a los que nos enfrentamos en este campo. Una ejemplo de ello lo tenemos en el hecho de que a lo largo de este siglo desaparecerá la mitad de las casi siete mil lenguas habladas en el mundo, y con ellas se irán las especificidades indentitarias de las sociedades que las cultivaron.

La cultura global puede pasar como una apisonadora homogeneizando a los individuos, indiferenciándolos, privándoles de originalidad y volviéndoles previsibles. Las formas locales y únicas de ser son reemplazadas por otras comunes en todas partes del planeta. Es lo que algunos autores han denominado como McDonalización del mundo, fenómeno que impone de estándares uniformes que “eclipsan la creatividad humana y deshumanizan las relaciones sociales”.

Frente a este modelo de asimilación, debemos oponer otro que sea capaz de balancear los costes y beneficios de la globalización. Es necesario encontrar un punto de equilibrio que nos permita disfrutar de las ventajas de vivir en un mundo global, sin tener que pagar el coste de reducción de la diversidad.

Una posible solución viene de la mano del multiculturalismo. En Step ya hemos tratado este tema. Este modelo anima a la práctica de las tradiciones y costumbres propias, sin tener que renunciar por ello a participar en una cultura global compartida. Una sociedad multicultural socializa a los individuos no sólo en la cultura global dominante, sino también en una tradición étnica particular, lo que enriquece su visión del mundo.

Se trata de construir sociedades no exclusivamente en base a las semejanzas, sino entorno al respeto de las diferencias. Para ello, hay que subrayar el valor añadido que supone compartir experiencias con personas con un bagaje cultural diferente. Cada grupo tiene algo que ofrecer y aportar. Y no podemos permitirnos el lujo de perdernoslo.

Donald Trump y el etnocentrismo

Donald Trump

“¡No hagan negocios con México!”

Así de rotundo se mostraba el magnate y pre candidato republicano a la Casa Blanca Donald Trump en su cuenta de Twitter:

Desde que comenzase su carrera política hacia en busca de la presidencia de los Estados Unidos, Trump se ha mostrado más que polémico. Y no sólo con los mexicanos (a quienes ha tachado de “violadores” y “delincuentes”), también con los musulmanes (pidió detener su entrada en Estados Unidos de forma «total y completa»), e incluso con las mujeres.

A lo largo de su carrera Trump ha demostrado tener una aguda inteligencia empresarial, pero no parecer brillar tanto en el terreno de las competencias culturales. Y ello le ha costado la pérdida de varios contratos millonarios. Y es que lo que esconden las declaraciones del magnate es la clásica (y falsa) dicotomía civilización vs. barbarie. Según su óptica, todas las acciones, opiniones y modos de vida que se aparten del sistema de valores de Trump caen fuera de “lo civilizado”, así que deben ser expulsadas y eliminadas de la sociedad.

Este es un claro ejemplo de discurso etnocéntrico. El etnocentrismo es un sesgo cognitivo que consiste en hacer de la cultura propia el criterio exclusivo para interpretar los comportamientos de otros grupos, razas o sociedades.

Pero no hay que dejarse engañar es un rasgo universal y está presente en todas las culturas. Lo que ocurre es que este tipo de prejuicios suelen adoptar formas más sutiles que las de Trump, y es eso lo que las hace más difíciles de detectar y de contrarrestar.

Cada cultura constituye un mundo social total que se reproduce a sí mismo a través de la enculturación, el proceso mediante el cual se transmiten de una generación a otra los valores, disposiciones emocionales y comportamientos propios. Tales prácticas y valores son percibidos por los miembros de una sociedad como los más satisfactorios, superiores a cualquiera otros; de ahí universalidad del etnocentrismo. (Michael F. Brown, Relativismo cultural 2.0)

Es decir, desde pequeños asumimos unas coordenadas morales y vemos el mundo a través de ellas, aceptándolas como las más adecuadas para enfrentar el mundo. En las escuelas de Europa occidental se enseña que la libertad, la democracia y el constitucionalismo son los valores apropiados para vivir en sociedad. En los colegios de Asia, por el contrario, se venera el respeto, el orden, la humildad, el honor y la pertenencia a la comunidad como los valores más deseables. Se trata de visiones del mundo distintas que pueden llegar a colisionar.

Pero que el etnocentrismo sea universal no quiere decir que no pueda ser corregido y las tensiones entre culturas, desactivadas. Los expertos en estudios interculturales proponen el relativismo cultural como herramienta eficaz para ello. El relativismo, entendido en estos términos, consiste en apreciar la singularidad de cada cultura y de cada sociedad, suspendiendo el juicio hasta que una creencia o práctica haya podido ser comprendida en su contexto total.

La práctica del relativismo que acabamos de describir se traduce en aplicar el sentido común. Si Trump hubiera relativizado sus opiniones, jamás hubiese dicho que habría que construir un muro entre México y los Estados Unidos. Tampoco habría pedido la “expulsión total” de los musulmanes y, muy posiblemente, no habría perdido los contratos multimillonarios con empresas extranjeras. La conclusión que podemos extraer es que la falta de inteligencia cultural puede salir cara; muy cara.

Diógenes en la era de Internet

En algún momento a finales del siglo IV a.C., en la ciudad griega de Sinope, vivió el primer “ciudadano del mundo”. Diógenes fue la primera persona que se definió a sí misma como cosmopolita (kosmos polites, “universo” y “ciudad” en griego). Con esta expresión quería señalar que él no pertenecía a ningún Estado, sino que se consideraba ciudadano de Cosmópolis, o ciudad universal.

 

 

Lo cierto es que Diógenes poco o nada sabía de lo que ocurría al otro lado del Mar Negro, y mucho menos de lo que estaba pasando en Asia, Europa Occidental o América. Ni siquiera se podía imaginar que existiesen estos lugares. Y, pese a ello, se seguía considerando ciudadano del mundo.

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